Sobre mí
Salir
Nací en una ciudad conservadora abducida literalmente por la Iglesia, desde que un obispo guerrero francés expulsó a los árabes y fundó el obispado actual.
La ciudad permaneció aletargada en un sueño de hibernación durante siglos, acuñada por cantos religiosos y no despertó hasta que nos invadió la democracia, a pesar de las muchas barreras y diques que pusimos para contenerla.
Por su proximidad con la capital, a alguien de los Paradores de España se le ocurrió la idea de convertir las ruinas de su castillo, ex-cuartel del Guardia Civil, y anteriormente prisión temporal de Doña Blanca de Borbón, esposa por dos días de Pedro el Cruel, convertirlo en Parador de Turismo, y gracias a esta iniciativa, más el cordero asado y las deliciosas yemas inventadas por las monjas de clausura, pudo deshacerse de sus viejas vestiduras y empezar a comportarse como todo el mundo civilizado.
Mi familia pertenecía a una clase media bajísma y la mayoría de sus miembros se educaron con cursos por correspondencia, incluida mi propia madre, con uno de modista.
Naturalmente que mis pretensiones de cursar estudios superiores estaba descartada. Como todos los adolescentes incomprendidos y solitarios, contaba la realidad mis anhelos y deseos frustrados a las hojas de cuaderno rayado, la manera en que se han forjado las vocaciones literarias de la mayoría de escritores, y el mejor ejemplo es el de Carmen Laforet y su novela “Nada”, convertida en manual del castellano en numerosas universidades norteamericanas.
mi monedero
Mis padres me pusieron sobre la pista de lo que serían mis particulares “estudios superiores”: conocer el mundo desde dentro y no desde el aula de una facultad, porque me llevaron con ellos cuando se vieron obligados a emigrar a la Alemania tolerante y emprendedora de Willy Brandt.
Cuando mis padres regresaron yo era mayor de edad y decidí quedarme en aquel país, porque mi plan de estudios consistía en conocer las naciones europeas, sus gentes, sus culturas, sus costumbres, sus hábitos, su literatura, su historia y sus lenguas.
Mi equipaje consistía en ropa interior, dos o tres novelas de clásicos europeos y mi fiel compañera italiana, una Olivetti, Pluma 22, azul celeste.
Desde Alemania crucé el mar Báltico para instalarme en la “Wonderfull” ciudad nórdica de Copenhagen, donde descubrí las causas que motivaron los fantásticos cuentos de Andersen y las revistas pornográficas.
Mi segundo curso fue el París post-revolucionario de los años 70, todavía con la resaca de Mayo del 68.Allí descubrí, siguiendo sus mismos pasos por calles y jardines a Voltaire, Racine, Víctor Hugo, Balzac, Flaubert, Zola, Proust, Dumas, Maupassant, y una inagotable lista de magníficos escritores, poetas y dramaturgos, que cautivaron la imaginación de Europa, desde los Cárpatos a los Pirineos, porque en España leer novelas foráneas, y en especial las francesas, era poco menos que una traición a la patria que eligió las cadenas que trajo Fernando VII de su exilio, tras la salida del territorio nacional de la “Grande Armée”
El tercer año de mi particular carrera le tocó el turno al desconcertante Londres, donde todo funciona maravillosamente bien, pero al revés.
Hasta que no has vivido seis meses en Londres no es posible entender las razones del abrumador dominio de la cultura anglosajona en el mundo, pero puede resumirse en sólo dos palabras: “libertad y pragmatismo“.
Algunos año más tarde finalicé mi carrera literaria con un “doctorado” obtenido en Nueva York; un capítulo escrito en los en Los Ángeles y otro en San Francisco. Ya no era necesario viajar más, con lo visto y vivido en todos estos países ya tenía una idea bien formada de quién gobierna el mundo, incluido el editorial.
Para sobrevivir sin apartarme de las letras tuve que inventarme unas credenciales de periodista, y fui subiendo escalones en mi carrera hasta hacerme corresponsal acreditado en las Naciones Unidas de Nueva York.
Allí pude disfrutar de su excelente menú, para el exigente paladar de los diplomáticos, por un tercio de lo que costaba en un modesto restaurante de Manhattan, con unas impresionantes vistas sobre el río Hudson y Brooklyn. El resto no tenía interés para mí.
Cruce el país dos veces de costa a costa, una en tren desde Chicago a San Francisco, donde todavía quedaba algún rescoldo de la movida hippy en los cafés cecanos al Aswury, y otra con una inmensa furgoneta comprada a un judío, que me prometió no hacer más negocios con españoles, porque que me la rebajó hasta la mitad del precio inicial.
Hice la histórica ruta 66, la que seguían los colonizadores de violento Oeste y regresé por el Sur, para descender por la península de Florida hasta Miami, pasando por los mismos parajes que recorrió Ponce de León, pero sin peligrosas marismas infectadas de voraces caimanes, cocodrilos y serpientes.
En cuanto a sus novelistas, se comprende la motivación para que Scott Fitzgerald escribiese “El gran Gatsby” y John Steinbeck, “Las uvas de la ira“, por la práctica de un capitalismo salvaje en un país sin que hizo una versión de los principios de la Ilustración basados en una subjetiva lectura de los salmos de la Biblia.
En cuanto a sus novelistas, ¿como no admirar a Hemingway, Walt Whitman, Bukowski, Truman Capote, Henry Miller, entre otros muchos excedentes escritores, mucho más comprometidos que sus primos británicos?
Residí dos apasionantes (tal vez debería utilizar la expresión popular, pero menos literaria, “alucinantes”) años en Nueva York. Viví esta experiencia con un sentimiento encontrado difícil de armonizar, impresiones extensibles a todo este gran y contradictorio país.
Por un lado sabía que en sus universidades impartían clases magistrales las más preclaras y creativas mentes del ámbito de nuestra cultura occidental, pero también en Nueva York, y en todas las grandes y ricas ciudades, sobreviven en condiciones infrahumanas millares de indigentes, sin ninguna oportunidad de rehabilitarse, que pasan las gélidas noches del invierno neoyorquino acurrucados dentro de cajas de cartón sobre las tapas de alcantarillas recalentadas por las calefacciones.
¿Cómo era posible que el país más rico en nuestro ámbito de países desarrollados del planeta tenga también la comunidad de personas en la pobreza más abyecta, por estar rodeados de la riqueza más extravagante?
Los norteamericanos han inventado la fórmula perfecta de la infelicidad: ambición desmesurada, individualismo feroz, desconfianza mutua y tolerancia a las desigualdades sociales y sus efectos.
En Nueva York, y en este país, nadie es feliz, solo pueden aspirar a estar satisfechos, porque para ser feliz hay que poder soñar, y no puede soñar quien está siempre despierto.
Pero estos países estaban, culturalmente hablando, todavía lejos de mis favoritos, y dos años más tarde, gracias a las increíbles redes sociales, otra extraordinaria mujer, profesora de música y delicada solista de mandolina, me consiguió un visado de una semana en Bielorrusia e inmediatamente volé a Minsk, de la que apenas quedó algún edificio en pie tras la Segunda Guerra Mundial.
Aquel agradable viaje fue solo una aproximación al escenario de mis ídolos. Un verano me armé de valor y, gracias al relativo éxito de ventas de un libro de historia, pude hacer realidad mi sueño y me embarqué en la aventura de viajar en automóvil hasta la histórica ciudad de Kiev.
Entre los muchos paisajes que evocan estos escritores creo que todavía existen los “mujiks”, que sacan cada día su vaca a pastar por las praderas cercanas a sus aldeas.
De regreso pasé por mi añorada ciudad de Berlín, donde terminé por asentarme. Hace 14 años que vivo en el mismo apartamento, y no habré recorrido ni cincuenta kilómetros en todo este tiempo, donde pude, ¡por fin!, empezar en serio mi carrera literaria, con la redacción de 15 obras, entre novelas, relatos, cuentos, poesía, filosofía.
Sobre mi obra de ficción
No sería ético que dijese que mi obra es genial, pero tampoco sería acertado que lo dejase a la opinión del lector, porque cada lector tiene una sensibilidad literaria diferente, y sus opiniones serían subjetivas. Nadie mejor que el propio autor para valorar su propia obra; sus defectos como sus aciertos, pero por supuesto que no haré pública mi opinión.
Al menos puedo decir que, no solo he escrito novelas, sino que las he vivido, porque todos los personajes fundamentales de mis novelas han sido inspirados por personas extraordinarias que he tenido la suerte de conocer personalmente, como "Tania", de "La extraña", basada en una extraordinaria mujer que conocí en Bielorrusia. O Noemi, una joven moldava que conocí aquí en Berlín.
También puedo decir que he cuidado con sumo esmero la técnica narrativa y la limpieza y concisión del lenguaje, eliminando lo superfluo e innecesario, una correcta sintaxis y la veracidad y naturalidad de los diálogos.
Por último, decir que nunca he escrito pensando en lo que quieren leer los lectores, sino que mi deseo es que los lectores quieren leer lo que yo escribo. La única novela en la que no respete este principio, una historia que sucede el siglo IX, la he abandonado cuando ya tenía escrito una tercera parte.
Sobre mi obra no-ficción
La filosofía tiene una historia y múltiples escuelas. Creo que aunque muchas estén obsoletas, deben ser conocidas y entendidas, labor de los docentes, pero yo no soy un académico, sino un libre pensador sin otra limitación que mi natural capacidad de raciocinio, común en todos los humanos, como asegura Descartes en su prólogo del Método.
No solo no he leído a filósofos que no aportan nada nuevo ni original,sino que los he ignorado con el propósito de no dejarme influir por sus ideas y desarrollar las mias propias sin influencias de ninguno de ellos. Naturalmente que en un principio cometí fallos y falsas deducciones, pero tras larga y gloriosas revisiones he pulido de tal manera mi propio sistemas que he conectado finalmente con los filósofos que había desdeñado. En otras palabras, he llegado hasta ellos por mi propio camino, lo que me permite entender mejor sus ideas y sistemas. .
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